Acaba de ocultarse el Sol tras las colinas del horizonte Oeste. El cielo rosado, violáceo, va tornandose de un azul oscuro por Oriente; lentamente, muy lentamente, va naciendo la noche.
Al cabo de media hora, de una hora, sólo resta un suave resplandor añil por donde desapareció el Sol. Toda la bóveda celeste aparece repleta de puntos rutilantes. Algunos -pocos- muy brillantes; otros muchos -muchisimos- con luminosidades que se pierden donde limita nuestra precepción visual...
Algunos se hallan agrupados entre sí; forman figuras caprichosas que, según se nuestra imaginación, podremos interpretar fantásticamente.
Otros, por el contrario, dejan amplias zonas casi vacías... negras. Y entre todos ellos, tenues velos aparentemente nubosos parecen servir de telón de fondo al caleidoscopio de luces que centellean.
El espectáculo universal ha comenzado. Las inesperadas estrellas fugaces romperán el silencio nocturno; la Luna comenzará por oriente a clarear una amplia zona y el brillante planeta surgirá para rivalizar con todas las estrellas juntas, mostrando orgulloso que su luz no parpadea, que es distinta de las demás.
Mirar al cielo es mirar el paisaje en el que estamos inmersos. Un paisaje que resulta más desconocido cuanto más se profundiza en él. Porque tras los millares de puntos rutilantes de la noche hay miles de millones de soles, hay decenas de miles de millones de tierras, hay moviemiento, hay nacimiento, hay muerte, hay evolución... hay vida.